Así como cuando el mar
al chocar contra la orilla se retira suavemente y nos permite ver los pequeños
caracoles tímidamente naufragados, así con esa misma calma con que el mar nos
deslumbra todos los días y nos deja aquella sensación de inmensidad y anhelación
a la incertidumbre; así nos sentamos una tarde de verano a esperar con mi
hermana, Agustina, el colectivo para
emprender la retirada desde el centro de la ciudad geselina. Antes de aquél día
estaba convencida de que la vida del viajero en colectivo siempre fue igual,
monótona, perceptible para quien emprende su camino. Hoy por hoy, lo retruco:
hay más historias en un viaje de colectivo que en toda una vida.
Los
acontecimientos comenzaron a ocurrir antes de subir al transporte. Ambas
observamos, ante la ansiedad de la espera, que no estábamos solas. Recuerdo a
un hombre que se hallaba junto a nosotras, de cierto aspecto detectivesco con
el cliché del vestuario negro y de
osado corte militar. Pensé, al mismo tiempo, que nuestro detective iba a
compartir el trayecto con nosotras: “tenemos compañía”, le dije a mi hermana.
Claro que este detective con su misión secreta tenía un arma implacable: una
botella de jugo sobrecargada de una bebida blanca. Bueno, ahora cambiemos la
palabra “detective” por borracho.
“Es
vodka y lo siento desde acá”, dijo mi hermana. Esto fue un impedimento para
prender su cigarrillo puesto que, el olor que tenía esa botella -¿o el
detective?- le repugnaba. Aunque yo no lo sentía en absoluto, me quedé con las
ganas de ese cigarrillo y su excusa me terminó inhibiendo a mí, no tenía ganas
de fumar sola.
La
infinitud de la espera había llegado a su fin: el colectivo había llegado.
Antes de subir, el borracho, muy amable, nos había dado el paso ya que antes
estábamos nosotras. Al parecer, pensé, tener graduación alcohólica elevada no
es impedimento para no ser un idiota.
Confieso
que antes de subir a un colectivo realizo una lectura panorámica. Tengo
estrategias para ver en dónde me siento, lo planeo, lo busco, lo indago, me
divierte, me río. Aquella tarde no fue la excepción. Ubicadas ya en nuestros
asientos -orgullosa de haberlos elegidos- comencé a observar al borracho que se
había sentado delante de todo. Este, estaba iniciando una amistad con un señor
que estaba detrás; y quien cargaba, a su vez, a dos de sus cinco hijos, uno en
cada pierna. Hablaban del néctar placentero de la vida, de lo trágico que es depender de la
cotidianeidad, de la complicidad de ser solo dos sujetos víctimas del mundo. Simultáneamente,
aprovechando mi punto estratégico, no paraba de mirar aquella botella que se
agitaba al doblar en cada esquina y las gotitas que de ella se escapaban,
producto del salvajismo del conductor desesperado por terminar su viaje y
llegar a su casa. O donde tuviese que ir.
Las
gotitas caídas de la botella no eran excusa para apreciar cómo se estaba
vaciando esta a pasos agigantados desde que esperamos hasta que nos subimos. Es
que la amistad prematura y enlazada en aquel colectivo entre el borracho y el
padre de los cinco hijos, estaban mediadas por la ambrosía de la bebida blanca
que se terminó compartiendo. Sí, afirmo mi hipótesis de que el alcohol, al fin
y al cabo y con todos sus defectos, termina haciendo amistades inoportunamente
oportunas.
Sin
embargo, no pude evitar una de mis más espasmódicas risas cuando el borracho,
excitado y satisfecho con su amistad,
quiso -para sellar su nuevo lazo de amistad creía yo- “chocarle los cinco” a su
nuevo compañero: acto fallido puesto que se le cayó el celular que sostenía con
la otra mano. No se había dado cuenta porque los borrachos sabemos que un
celular en la mano, una botella en la otra y una buena conversación no es un
impedimento para sumar más detalles a la obra y que no nos importe.
Al
terminar de reírme por el choque de manos fallido noté a posteriori que delante
de mí había un niño, joven, adulto, ¿o pre adolescente? Realmente no pude
distinguir porque tenía una gorra y estaba todo el tiempo encorvado. Qué joven
tan estrambótico, pensé; y con un poco de bronca debido a que sus cosas- la
patineta, reposera y mochila- ocupaban un asiento, uno de los cuales alguien de
las treinta personas paradas a bordo se podría haber sentado allí.
Aquel
joven estrambótico producto de mi intriga fascinante tenía en su mano derecha
un móvil con una aplicación de un piano virtual que no paraba de tocar. La
tecnología y sus mil formas de figurar en todo momento, qué paradoja.
Entonces,
recordemos que en ese selvático colectivo teníamos un detective alcohólico, un
padre cuya fuerza extrema cargaba a dos de sus cinco hijos y tomaba recreos con
pequeños sorbos de aquella bebida blanca compartida por el susodicho detective,
un conductor quien llevaba el camión cargado de ganado desquiciado con el
objetivo de terminar su jornada y un pianista estrambótico y rezagado. No
olvidemos la gota que rebalsó el vaso: dos psicópatas unidas por la misma
sangre que no podían simular sus carcajadas.
De
repente, algo había parado el colectivo ganadero. Todos miramos con sospecha a un nuevo intruso que subió
tímidamente, un muchacho cuya función era marcar asiento por asiento el boleto
de cada pasajero. No le quité un ojo de encima al pianista que lo buscaba y no
lo encontraba: “este no pagó y se está haciendo el boludo”, le dije silenciosamente a mi hermana. El intruso marcó
todos los boletos menos el del pianista, quien todavía lo seguía “buscando”.
Cuando el inspector de boletos no estaba viendo le ofrecí el mío para que lo marcara y así no lo echasen -en
realidad quería seguir observándolo-. Por lo tanto, el intruso marcó el boleto
que le faltaba y bajó. Ya no había más intrusos.
Faltaba
poco para llegar. Todos lo sabíamos. Ante esta intranquilidad y desesperación
unánime, el chofer empezó a ir más rápido de lo normal, el borracho aumentó su
tono de voz y el pianista volvió a tocar su teclado virtual con más ímpetu. No
podía suspender mis especulaciones de cómo la velocidad del chofer marcaba el
ritmo de vida de los pasajeros. Sonreí porque eso realmente era una orquesta
con personajes disimiles y raros: una selva musical.
Y,
tristemente, estábamos llegando al final del recorrido. Fue así que nos bajamos
en la última parada con mi hermana. Segundos después de caer en la cuenta de lo
que vivimos, nos dimos cuenta de que nos reímos en todo el viaje, el cual duró
aproximadamente media hora, media hora de infinitud risueña.