miércoles, 6 de mayo de 2020

ya nada tiene sentido.

Me gustan las hojas color mate, los libros viejos y usados y los zapatos de vieja ¿nací anacrónicamente mal?
Estoy tomando un café en jarrita que me salió sesenta pesos en la estación de Retiro. A todo esto, no puedo parar de sentir el olor a coliflor podrido -comprado en el barrio chino- mezclado con cebollas caramelizadas que ronda en mi valija junto con mi ropa.
Antes de llegar a la estación me baje mal en la parada -el hijo de puta del chofer no me aviso ¿tendré cara de una turista pelotuda?- y si, tuve que caminar bajo la lluvia.Ahora estoy escribiendo con las zapatillas mojadas hasta los tobillos.
Si como eso no fuera poco, ¿a caso tengo cara de rata? porque el café mas caro de mi vida -reitero, en jarrita- cuesta también el ida y vuelta del mozo hacia mi mesa ¿pensara que no le voy a pagar? ¿le voy a pagar?
Ya ni puedo poner todos acentos porque se rompió mi computadora. Ya nada tiene sentido.

lunes, 4 de mayo de 2020

por avenida tres


 Así como cuando el mar al chocar contra la orilla se retira suavemente y nos permite ver los pequeños caracoles tímidamente naufragados, así con esa misma calma con que el mar nos deslumbra todos los días y nos deja aquella sensación de inmensidad y anhelación a la incertidumbre; así nos sentamos una tarde de verano a esperar con mi hermana, Agustina,  el colectivo para emprender la retirada desde el centro de la ciudad geselina. Antes de aquél día estaba convencida de que la vida del viajero en colectivo siempre fue igual, monótona, perceptible para quien emprende su camino. Hoy por hoy, lo retruco: hay más historias en un viaje de colectivo que en toda una vida.
   Los acontecimientos comenzaron a ocurrir antes de subir al transporte. Ambas observamos, ante la ansiedad de la espera, que no estábamos solas. Recuerdo a un hombre que se hallaba junto a nosotras, de cierto aspecto detectivesco con el cliché del vestuario negro y de osado corte militar. Pensé, al mismo tiempo, que nuestro detective iba a compartir el trayecto con nosotras: “tenemos compañía”, le dije a mi hermana. Claro que este detective con su misión secreta tenía un arma implacable: una botella de jugo sobrecargada de una bebida blanca. Bueno, ahora cambiemos la palabra “detective” por borracho.
  “Es vodka y lo siento desde acá”, dijo mi hermana. Esto fue un impedimento para prender su cigarrillo puesto que, el olor que tenía esa botella -¿o el detective?- le repugnaba. Aunque yo no lo sentía en absoluto, me quedé con las ganas de ese cigarrillo y su excusa me terminó inhibiendo a mí, no tenía ganas de fumar sola.
  La infinitud de la espera había llegado a su fin: el colectivo había llegado. Antes de subir, el borracho, muy amable, nos había dado el paso ya que antes estábamos nosotras. Al parecer, pensé, tener graduación alcohólica elevada no es impedimento para no ser un idiota.
  Confieso que antes de subir a un colectivo realizo una lectura panorámica. Tengo estrategias para ver en dónde me siento, lo planeo, lo busco, lo indago, me divierte, me río. Aquella tarde no fue la excepción. Ubicadas ya en nuestros asientos -orgullosa de haberlos elegidos- comencé a observar al borracho que se había sentado delante de todo. Este, estaba iniciando una amistad con un señor que estaba detrás; y quien cargaba, a su vez, a dos de sus cinco hijos, uno en cada pierna. Hablaban del néctar placentero de la vida,  de lo trágico que es depender de la cotidianeidad, de la complicidad de ser solo dos sujetos víctimas del mundo. Simultáneamente, aprovechando mi punto estratégico, no paraba de mirar aquella botella que se agitaba al doblar en cada esquina y las gotitas que de ella se escapaban, producto del salvajismo del conductor desesperado por terminar su viaje y llegar a su casa. O donde tuviese que ir.
  Las gotitas caídas de la botella no eran excusa para apreciar cómo se estaba vaciando esta a pasos agigantados desde que esperamos hasta que nos subimos. Es que la amistad prematura y enlazada en aquel colectivo entre el borracho y el padre de los cinco hijos, estaban mediadas por la ambrosía de la bebida blanca que se terminó compartiendo. Sí, afirmo mi hipótesis de que el alcohol, al fin y al cabo y con todos sus defectos, termina haciendo amistades inoportunamente oportunas.
  Sin embargo, no pude evitar una de mis más espasmódicas risas cuando el borracho, excitado y satisfecho  con su amistad, quiso -para sellar su nuevo lazo de amistad creía yo- “chocarle los cinco” a su nuevo compañero: acto fallido puesto que se le cayó el celular que sostenía con la otra mano. No se había dado cuenta porque los borrachos sabemos que un celular en la mano, una botella en la otra y una buena conversación no es un impedimento para sumar más detalles a la obra y que no nos importe.
  Al terminar de reírme por el choque de manos fallido noté a posteriori que delante de mí había un niño, joven, adulto, ¿o pre adolescente? Realmente no pude distinguir porque tenía una gorra y estaba todo el tiempo encorvado. Qué joven tan estrambótico, pensé; y con un poco de bronca debido a que sus cosas- la patineta, reposera y mochila- ocupaban un asiento, uno de los cuales alguien de las treinta personas paradas a bordo se podría haber sentado allí.
  Aquel joven estrambótico producto de mi intriga fascinante tenía en su mano derecha un móvil con una aplicación de un piano virtual que no paraba de tocar. La tecnología y sus mil formas de figurar en todo momento, qué paradoja.
  Entonces, recordemos que en ese selvático colectivo teníamos un detective alcohólico, un padre cuya fuerza extrema cargaba a dos de sus cinco hijos y tomaba recreos con pequeños sorbos de aquella bebida blanca compartida por el susodicho detective, un conductor quien llevaba el camión cargado de ganado desquiciado con el objetivo de terminar su jornada y un pianista estrambótico y rezagado. No olvidemos la gota que rebalsó el vaso: dos psicópatas unidas por la misma sangre que no podían simular sus carcajadas.
  De repente, algo había parado el colectivo ganadero. Todos miramos con  sospecha a un nuevo intruso que subió tímidamente, un muchacho cuya función era marcar asiento por asiento el boleto de cada pasajero. No le quité un ojo de encima al pianista que lo buscaba y no lo encontraba: “este no pagó y se está haciendo el boludo”, le dije  silenciosamente a mi hermana. El intruso marcó todos los boletos menos el del pianista, quien todavía lo seguía “buscando”. Cuando el inspector de boletos no estaba viendo le ofrecí el mío  para que lo marcara y así no lo echasen -en realidad quería seguir observándolo-. Por lo tanto, el intruso marcó el boleto que le faltaba y bajó. Ya no había más intrusos.
    Faltaba poco para llegar. Todos lo sabíamos. Ante esta intranquilidad y desesperación unánime, el chofer empezó a ir más rápido de lo normal, el borracho aumentó su tono de voz y el pianista volvió a tocar su teclado virtual con más ímpetu. No podía suspender mis especulaciones de cómo la velocidad del chofer marcaba el ritmo de vida de los pasajeros. Sonreí porque eso realmente era una orquesta con personajes disimiles y raros: una selva musical.
   Y, tristemente, estábamos llegando al final del recorrido. Fue así que nos bajamos en la última parada con mi hermana. Segundos después de caer en la cuenta de lo que vivimos, nos dimos cuenta de que nos reímos en todo el viaje, el cual duró aproximadamente media hora, media hora de infinitud risueña.